MANUEL EUSTAQUIO RODRIGUEZ FRAGIO


Hijo de don Manuel Rodríguez y de doña Josefa Fragio. Nace el 20 de setiembre de 1821, en la calle de Santa Cristina, jurisdicción de la parroquia de San Miguel dos Agros, en la ciudad de Santiago de Compostela, siendo bautizado solemnemente el mismo día de su nacimiento en el citado templo de San Miguel, según consta al folio 116 del libro 9 de bautizados. Fueron sus abuelos Francisco Rodríguez y María González, vecinos de San Félix de Allones, y Antonio Fragio y María de la Pena, de San Salvador de Abergondo; su padrino, don Francisco Iglesias Hiquero Celibato, de la parroquia de San Félix de Solovic.
Se le imponen los nombres de Manuel, que era el de su padre y porque significa (en hebreo) “Dios con nosotros” –buen augurio para una familia cristiana- y Eustaquio, por haber nacido en el día que la Iglesia conmemora a este valeroso general de los ejércitos imperiales de Roma, de quien el santoral refiere que el emperador Adriano, sucesor de Trajano, lo hizo arrojar a los leones con su mujer y sus dos hijos, siendo devorados por las fieras.
La niñez de Rodríguez Fragio, viviendo sus padres, fue tranquila, como suele ocurrir en todos los hogares, pero muy pronto, con la muerte prematura de ambos, se vio privado de la custodia y protección de ellos. Puesto entonces bajo tutela con el fin primero de completar su educación, el trato duro y excesivamente riguroso que recibe de su curador no resulta del agrado del pupilo.
Poco tiempo después, contando solo catorce años de edad, decide alejarse del tutor y de la patria. En consecuencia, con su carga de tristeza y de inquietud juvenil, y reunidos unos escasos efectos personales, embarca ocultamente rumbo a América, la tierra de promisión, que también lo fue para muchos millares de coterráneos, acicate que constituyó por más de un centenar de años un constante éxodo de familias laboriosas que salían del terruño al encuentro de mejor porvenir. Nuestro polizón fue servicial durante el largo período de la travesía y supo colaborar cual si fuera un avezado grumete, granjeándose el afecto de la oficialidad y personal subalterno del navío.
Arriba a Buenos Aires y se afinca en la ya centenaria localidad de Merlo, situada en la línea del oeste. Esto acontece precisamente en el año del asesinato de Facundo Quiroga. Rosas, que ostenta por entonces la suma del poder, tras someter a los gobernadores de San Juan y Salta, acaba de reconstruir la Confederación e inaugura el despotismo que concluye, finalmente, en 1852 con la batalla de Caseros.
Por el peligro de una invasión, que le causó terror durante el comienzo de su gobierno, detestaba a los españoles, aunque también a los franceses e ingleses, y, en general, odiaba a los extranjeros. Le interesaba, sin embargo, la inmigración portuguesa; de allí, sin duda que para eludir la persecución de Rosas, procuráse Rodríguez Fragio un documento lusitano con el fin de pasar como oriundo de ese país. Conoció los días sombríos para nuestra patria, las depredaciones y saqueos, el caudillaje y las turbulencias del pueblo, como asimismo, luego, los gobiernos fecundos y progresistas de Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca y Pellegrini. En su momento, también sintió el atropello de exaltados federales que llegan a quemar sus sembrados y graneros.
Los primeros años de América no le fueron fáciles, pero rápidamente se adaptó al modo de vivir de los criollos (y él mismo fue un criollo más) y se inició en ocupaciones lucrativas.
Quiso entrañablemente a la patria de adopción, a la cual entregó todas sus energías de hombre laborioso y tenaz, rasgos propios de su linaje gallego. Sin ser excepcional, fue ciertamente un visionario talentoso, un pionero, decidido forjador y propulsor del progreso. Alcanza en efecto los objetivos de su rica imaginación y labra un brillante futuro y, por ende, una sólida posición económica. Esta circunstancia le permite llevar a cabo importantes obras en la Madre Patria e igualmente en nuestro medio.
Procedente de un pueblo de honda sabiduría y profundas convicciones, docto y hábil, se desempeña en el correr de los años como procurador y hombre de leyes, al punto que por su prestigio e indiscutible idoneidad para la atención de cualquier asunto, lo hacen amparador y defensor de tradicionales familias argentinas.
De recia figura, distinguido porte y ojos vivaces, de barba recortada al estilo de la época, viste con elegancia –invariablemente levita y galera de felpa negra, como es costumbre entre los de Galicia- y si bien aparenta ser algo rudo, es en cambio afable, cordial y culto. Su bondad y generosidad quedan pronto acreditadas, ganándose la estimación de cuantos le tratan.
En el pueblo de Merlo, en las cercanías de la iglesia parroquial, adquiere tierras. Por espacio de varios años vive allí con su familia, ocupando la casa solariega, amplia y cómoda, sita en la Calle San José (hoy Garibaldi) 395. En la actualidad el solar, una pequeña estanzuela, pertenece al Dr. Boero, médico domiciliado en Buenos Aires.
Reconoce que la riqueza argentina está en la tierra y compra fincas y terrenos también en la zona de San Antonio de Padua, que en aquellos años no existía como tal. En la ciudad de Buenos Aires poseía casas en las calles Moreno, Jujuy y Venezuela, próximas a la plaza de Miserere, y además, una quinta en Villa Crespo, cuando este barrio porteño, casi campo abierto en la época, no había sido incorporado aun al éjido de la Capital Federal.
En su testamento del 31 de mayo de 1897 encuéntrase un prolijo detalle de sus bienes. En un apartado del documento señala, refiriéndose a su última voluntad en lo que respecta a sus restos mortales: “Dejo dos mil quinientos pesos moneda nacional para que mi hijo don Felipe Rodríguez y el albacea don Valentín  A. Feraud coloquen el cadáver en un nicho provisorio hasta que sea posible conducirlo al lugar que le ha designado a ese objeto el Excelentísimo Arzobispo Cardenal Payo y Rico, en Santiago de Galicia”. Entre legados especiales se distribuyen 12.500 pesos al Dr. Juan José Montes de Oca, por los servicios profesionales prestados y a prestar; $ 1.000 a cada uno, al Dr. José Toribio Vaca, a la sucesión del Dr. José María Moreno e ingeniero Pedro Benoit (padre), a la esposa del Dr. Antonio Tarello, habiendo fallecido éste, $ 500, al albacea testamentario, Valentín A. Feraud, $ 8.000. Al santuario de Ntra. Sra. De Luján, $ 500; a los santuarios de Ntra. Sra. De la Esclavitud y Santa Lucía, ambos de Santiago, 2.000 y 1.000 pesetas, respectivamente; a los hospitales General, San Roque y San Lázaro, 1.000 pesetas al primero y 500 a cada uno de los siguientes,. A los pobres vergonzantes, 1.000 pesetas y otras 1.000 a los pobres de solemnidad, a entregarse, en este último caso en el momento de oficiarse un funeral que tendrá lugar en la iglesia de Santa María Salomé. A la parroquia de Merlo para sus obras, 5.000 pesos moneda nacional.
En el mismo testamento se enumeran bienes de su pertenencia: una hipoteca de 8.000 pesos sobre una propiedad de don Luis Martiradona, depósitos en el Banco Español, acciones del mismo banco y 67.000 pesos oro en cédulas hipotecarias provinciales. En el cementerio de la Chacarita, a pocos pasos de la entrada principal, se levanta la bóveda que hiciera construir en 1897, revestida de mármol blanco y en cuyo frente se lee “1897 – Manuel Rodríguez Fragio”.
Fue la suya una vida dedicada al trabajo, con firme voluntad de perfeccionamiento y un futuro de amplias perspectivas, como puede deducirse del contexto de estas páginas.
Relata su nieta, señora Amalia Rodríguez de Morán, valioso testigo  quien debo muchas de las informaciones que han servido para la redacción de esta nota biográfica, que su abuelo salió un día a inspeccionar una casa desocupada, con el propósito de refaccionarla, sita en un barrio de San Antonio de Padua. Buscó en vano la construcción; ubicó ciertamente el lugar donde fuera levantada la vivienda, pero la casa había desaparecido como por arte de magia. En la dependencia policial refirió la novedad al titular, pero éste rió socarronamente.
Ello resultó molesto al denunciante. Volvió entonces a explicarlo todo, circunstancias y hechos del caso, por si el funcionario no lo hubiera entendido. Las carcajadas del superior se renovaron, esta vez burlonas y ruidosas. El damnificado se siente ofendido e indignado le espeta: “Esto hace suponer que el ladrón es usted”. Pero Rodríguez Fragio nunca más supo de la casa, ni cómo pudo desaparecer o quién se apropió de los materiales.
De arraigadas creencias cristianas y como miembro de la comunidad católica apostólica romana (así lo manifiesta en el testamento ya citado) colabora con la Iglesia mediante importantes donaciones. En Merlo, al conocer el estado ruinoso del templo parroquial, toma a su cargo la reparación del mismo, la ampliación del refectorio y otras dependencias, como así también la construcción de un cerco de ladrillos que abarca unos mil metros cuadrados, y la provisión de una campana. Al término de la obra, haciéndolo con el mayor respeto y humildad, el 1º de julio de 1891 se dirige a monseñor Federico León Aneiros, arzobispo de Buenos Aires y le informa: “Hoy está completamente concluida y tengo la satisfacción de poner las llaves a disposición de su señoría ilustrísima y reverendísima, para que el cura que tenga a bien nombrar y sea de su voluntad, la ocupe o disponga de ella como lo halle más conveniente.
Por lo que pido a S.S. Ilma, y Rvma. Que dándome por cumplida mi promesa en la forma expuesta y llenando una necesidad tan sentida, solo falta dar gracias a Dios por haberme concedido la vida y la salud y los medios de llevar a cabo mis deseos. Dios guarde a Su Señoría Ilustrísima y Reverendísima por muchos años para el bien de la Iglesia Argentina”.
Al pie de la misiva, monseñor Aneiros escribió: “Acúsese recibo y dése las gracias por el importante servicio y donación del Sr. Rodríguez a la pobre iglesia de Merlo. El cielo remunere tan piadosa obra y, en reconocimiento y para memoria, colóquese un retrato del Sr. Rodríguez en el despacho parroquial. Remítase en copia este oficio y decreto al señor Cura para la fábrica y su cumplimiento. Archívese”. Federico Aneiros.
Más tarde la casa parroquial fue ocupada por el presbítero Donato Rodríguez, que fuera secretario del arzobispo Espinosa, quien distinguió con su amistad, como se verá en adelante, a Manuel Rodríguez Fragio.
También en Santiago de Compostela, que visitara en distintas ocasiones para alternar con los numerosos familiares residentes en la tierra natal, brindó su apoyo monetario colaborando espléndidamente en la construcción de la nave central del célebre santuario dedicado al santo Apóstol. Al regreso de sus viajes, siempre con igual constancia, vuelve acompañado de parientes y amigos, que se radican a su costa en estos parajes. Rodríguez Fragio, por su ingénita y generosa modalidad, facilita bienestar a los nuevos inmigrantes, los ampara y los ayuda.
Fue su esposa una joven argentina, Angela Gutiérrez, hija de Gregorio Gutiérrez y de Bernardina Vázquez, Siete hijos (Sixta, Manuel, Angela, Felipe, Alejandro, Eduardo y Fermina) nacieron del matrimonio.
En 1896 se establece en Buenos Aires y ocupa una finca en la calle Venezuela 2743, una de sus propiedades. En los últimos años de su existencia vivió en la calle Colombres 137, casa tomada en alquiler. La ocupaba juntamente con la familia de su hijo Felipe, cuya precaria salud por afección asmática hizo que no se separara de su padre, cuidando sus intereses y administrándole los bienes.
Esta casa era amplia como todas las casonas del siglo XIX, construida sin reducción de medidas, airosa y asoleada. Sus jardines cubrían buena parte del predio, donde había una verdadera plantación de olorosos jazmines y madreselvas; la alhucema, el romero, la retama y la malva esparcían igualmente suaves perfumes, mientras alegres pájaros, de canto armonioso pululaban en las matas.
Gozaba el anciano de esta pequeña estampa gallega, pero recordaba en su corazón con profunda tristeza la lejanía de su tierra natal, sus campos y sus rías, los viejos muros de Compostela, los oscuros musgos y los campanarios de sus iglesias centenarias y el tañido de sus bronces surcando los cielos. Don Manuel mucho amó a la Argentina, en la que vivió desde su adolescencia, con verdadera pasión de argentino.
Repuesto de una ligera parálisis facial, una dolencia en un pie le obliga a permanecer en su domicilio por algún tiempo. Ya en la silla de ruedas, era paseado por los jardines por su nieta preferida, hoy señora de Morán. En los años siguientes, durante el período de enfermedad lo visita monseñor Mariano A. Espinosa y le administra en varias oportunidades los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía. Para el caso, Rodríguez Fragio hace construir en su domicilio de la calle Colombres un adecuado retablo donde colocar decorosamente a Jesús Sacramentado.
La ulceración del pie hace crisis y a comienzos de 1899 empeora notablemente. Pierde su lucidez habitual y en pocos días, a las tres del 12 de febrero, deja de existir. El certificado de defunción, extendido por el Dr. Claudio Bottega, indica como causal de la muerte “gangrena senil”. Sus restos fueron depositados en la bóveda que hiciera levantar en el cementerio del Oeste poco antes de su desaparición. Los despojos de Manuel Eustaquio Rodríguez Fragio debieron ser trasladados a España, como consta en el artículo séptimo de su testamento, pero su último deseo no pudo ser cumplido por circunstancias extrañas y adversas que tuvieron origen en hechos poco claros al resolverse la tramitación del juicio sucesorio.
Su esposa, domiciliada por entonces en la calle Humberto Iº 2168, falleció el 8 de noviembre de 1900, inhumándose en la misma bóveda. Los restos de ambos, hoy reducidos y puestos en urnas, se hallan al pie del altar del sepulcro familiar.